domingo, 31 de mayo de 2015

Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses...

    Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;
    que se pierda
    tanto increíble amor.
    Que nada quede, amigos,
    de esos mares de amor,
    de estas verduras pobres de las eras
    que las vacas devoran
    lamiendo el otro lado del césped,
    lanzando a nuestros pastos
    las manadas de hidras y langostas
    de sus lenguas calientes.


    Como si el verde pasto celestial,
    el mismo océano, salado como arenque,
    hirvieran.
    Que tanto y tanto amor
    y tanto vuelo entre unos cuerpos
    al abordaje apenas de su lecho, se desplome.


    Que una sola munición de estaño luminoso,
    una bala pequeña,
    un perdigón inocuo para un pato,
    derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas
    y desgarre el cielo con sus plumas.


    Que el oro mismo estalle sin motivo.
    Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa
    se destroce.


    Que tanto y tanto, una vez más, y tanto,
    tanto imposible amor inexpresable,
    nos vuelva tontos, monos sin sentido.


    Que tanto amor queme sus naves
    antes de llegar a tierra.


    Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,
    niños, animales domésticos, señores,
    lo que duele.


De: El tigre en casa

Herida

Si duele, déjala doler.
La piel es delicada,
la luz la hiere, el aire la estropea.
La piel es lo más frágil:
se encuentra al descubierto,
perdió en el tiempo sus corazas y vellos animales.
Déjala, que duela, que reduela,
toda herida así es superficial,
no llega al hueso,
no carcome la entraña.
Cuando sea muy profunda,
una cortada grande,
una quemada de obrero de altos hornos,
un tajo industrialmente sanguinolento,
déjala doler, que sangre,
que descargue su llanto colorado,
que abrume con su rojo,
que ahogue en sangre el grito de sangre.

Que duela a gusto.
Las más grandes heridas corporales
son, a la larga, inofensivas.
No hay heridas de muerte
y si una flecha, de lado a lado,
y por la izquierda rompe el pecho,
no hace herida profunda.

Sólo una vez el cuerpo, aquel,
el tuyo, el mío,
serán heridos, como dicen, de muerte.
Una única vez,
en una sola ocasión sólo,
serán heridos todos esos cuerpos.
Y el arma que los hiera
los destrozará gritando
con su acero o con su fuego;
la daga, el marro, el proyectil se dolerán,
ellos, no aquéllos, cuando hagan
esa única herida
en tales cuerpos.
Pero la herida, la no recuperable,
la verdadera herida,
la que no admite costuras,


no alcanzará a doler.

Eduardo Lizalde
1974