Si
duele, déjala doler.
La
piel es delicada,
la
luz la hiere, el aire la estropea.
La
piel es lo más frágil:
se
encuentra al descubierto,
perdió
en el tiempo sus corazas y vellos animales.
Déjala,
que duela, que reduela,
toda
herida así es superficial,
no
llega al hueso,
no
carcome la entraña.
Cuando
sea muy profunda,
una
cortada grande,
una
quemada de obrero de altos hornos,
un
tajo industrialmente sanguinolento,
déjala
doler, que sangre,
que
descargue su llanto colorado,
que
abrume con su rojo,
que
ahogue en sangre el grito de sangre.
Que
duela a gusto.
Las
más grandes heridas corporales
son,
a la larga, inofensivas.
No
hay heridas de muerte
y
si una flecha, de lado a lado,
y
por la izquierda rompe el pecho,
no
hace herida profunda.
Sólo
una vez el cuerpo, aquel,
el
tuyo, el mío,
serán
heridos, como dicen, de muerte.
Una
única vez,
en
una sola ocasión sólo,
serán
heridos todos esos cuerpos.
Y
el arma que los hiera
los
destrozará gritando
con
su acero o con su fuego;
la
daga, el marro, el proyectil se dolerán,
ellos,
no aquéllos, cuando hagan
esa
única herida
en
tales cuerpos.
Pero
la herida, la no recuperable,
la
verdadera herida,
la
que no admite costuras,
no
alcanzará a doler.
Eduardo Lizalde
1974
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